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El coche en la literatura. Diario de un hombre humillado* 10-10-2000
  Comentario de Javier Moltó

Éste es un diario/novela de altibajos. El escritor se agarra a los juncos del suelo y mira desde el cielo el plano de la ciudad que tiene en la cabeza. Junto a hallazgos memorables hay páginas desechables. Alterna diferentes alturas de letras. Las palabras en mayúsculas se intercalan entre las minúsculas sin ningún orden aparente. Sube y baja todo el libro. Escrito día a día, en horas transversales. Un diario con sentido de un hombre sin sentido. O al revés.

No es un libro que agarre al lector. Le conviene el ritmo del diario. Acoplar la lectura a su sube-baja. No atrapa, pero tampoco apetece soltarlo.

Hablo de él aquí por el siguiente párrafo (en el que no hay palabras en mayúsculas).

Me viene ahora a la cabeza el recuerdo de un gran filósofo, amigo mío de la juventud, hombre que en toda su vida sólo ha leído un libro -pero de descomunal importancia-, con tal intensidad que ha logrado sustituir sus engranajes cerebrales de nacimiento por los del autor del mencionado libro, como quien cambia los dientes de leche por otros más adecuados a la vida de un carnívoro adulto. En la actualidad su cabeza funciona con la regularidad postiza de aquella otra cabeza, aunque manteniendo algunas peculiaridades contemporáneas. Y así como, sin duda, podría resolver cualquier problema de orden metafísico adecuado a las preocupaciones de un habitante de cualquier pequeño burgo prusiano del ochocientos, está en cambio sólidamente incapacitado para los problemas que diariamente se le presentan. Ello no ha impedido ni su felicidad ni su infelicidad. Verbigracia: logra evadir impuestos con cierta maña, pero conduce su automóvil a la manera de las tartanas, agarrando el volante como si fueran riendas y usando de látigo el acelerador. Habla con el coche, como los boyeros con sus piezas, le anima, le ríe y le golpea el guardabarros; adapta la velocidad no al tipo de vía en que se encuentre, ni a la densidad del tráfico, sino a la discusión que inevitablemente mantiene consigo mismo, o más bien con la cabeza impostada del Gran Muerto. Si la polémica tiende a excitarle o a sacarle de quicio -lo que sucede con sospechosa frecuencia, como si ambas cabezas no hubieran acabado de ensamblarse- el automóvil avanza a toda velocidad, sacudido por impetuosos frenazos y dejando un rastro de peatones atemorizados; pero si, mediando un hondo suspiro, especula sobre el brillo dorado de la creación, no pasa de los treinta, provoca notables atascos, y atronan la atmósfera unos espantosos bocinazos que al filósofo se le antojan mugir de bueyes y repique de cencerros.

* Escrito por Félix de Azúa. Publicado por Editorial Anagrama en 1987.

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