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Auge y ca�da de Percivall Bottleneck-Slide 10-01-2003
  Blas Solo

Jamás obró Percivall Bottleneck-Slide con precipitación, hasta aquel día. En 1955, cuando era un muchacho de 12 años, ya se distinguía entre el servicio de Lord Twistedhorn, decimoctavo del mismo nombre, por su extrema pulcritud y maneras pausadas.

El despensero le encomendó como tarea primera la limpieza y cuidado de las cocheras y los carruajes. Percivall Bottleneck-Slide aprendió dónde usar esponja y dónde gamuza, qué debía frotar y qué acariciar, cuándo poner grasa y cuándo aceite. Aprendió cómo hacer que el cuero nuevo fuera suave como el viejo, y el viejo resistente como el nuevo. Tal fue su celo, que en 1965 el despensero le dio la alta responsabilidad de conducir a Lord Twistedhorn, decimoctavo del mismo nombre.

Percivall Bottleneck-Slide conducía como era, lo cual resultaba muy del agrado de Lord Twistedhorn, decimoctavo del mismo nombre, que detestaba el movimiento. El tiempo que transcurría desde que Percivall Bottleneck-Slide le abría la puerta para que entrara hasta que volvía a hacerlo para que saliera era sólo una especie de trámite. Lord Twistedhorn, decimoctavo del mismo nombre, sabía que tenía que cumplirlo, pero no tenía la impresión de que fuera preciso moverse para ir al Parlamento o al Reform Club.

Lord Twistedhorn, decimoctavo del mismo nombre, era muy distinto de Lord Twistedhorn, decimonono del mismo nombre, a quien Percivall Bottleneck-Slide empezó a conducir en 1982. Era difícil saber cuándo tenía calor o frío antes de que se impacientara y diera una orden, preguntaba a menudo detalles del recorrido y —en ocasiones— trataba a Lady Twistedhorn de manera tajante. Además, se sentaba en el lado derecho del coche, detrás del asiento del chófer, lo que hacía más difícil examinar los gestos para interpretar sus intenciones.

Jamás se alteró por ello Percivall Bottleneck-Slide, que seguía conduciendo con su exquisita precisión al tiempo que decía «sí milord», «me temo que no podemos forzar a esa locomotora para que se pare, debemos esperar a que se levante la barrera», «Creo que será imposible llegar a las cinco en punto, milord, acabamos de salir y no podemos recorrer treinta millas en siete minutos».

Faltaba una semana para aquel día, y había transcurrido otra desde que Percivall Bottleneck-Slide recogió el nuevo automóvil. Era más grande que los anteriores y tenía algunos instrumentos de propósito incierto. Percivall Bottleneck-Slide no tardó en conducirlo tan bien como todos los anteriores, pero no sabía para qué servían muchos mandos y botones.

Al entregárselo, le dieron algunas explicaciones con imágenes que proyectaba en una pantalla uno de esos modernos cerebros electrónicos. Percivall Bottleneck-Slide no entendió mucho. Preguntó si a este nuevo coche le habían vuelto a poner engrasadores, como a los de antes. Su joven instructor le dirigió una mirada helada, luego la transformó en un rictus de repugnancia y dijo: «¿grasa?». Prefirió no preguntar nada más.

Aquel día, Percivall Bottleneck-Slide estaba limpiando las piezas metálicas del interior mientras calentaba el motor. Debió pulsar algo que no debía porque —súbitamente— el reloj desapareció del salpicadero. Perplejo, Percivall Bottleneck-Slide vio que tras el reloj había un pequeño televisor. Inquieto, pensó que le habían dado un coche que estaba destinado al MI5, en lugar de a Lord Twistedhorn, decimonono del mismo nombre.

Su inquietud devino en azoramiento cuando, intentando ocultar aquel televisor, sólo conseguía que aparecieran en él mensajes extraños sobre puntos de destino y otras cosas que no entendía. Seguidamente, un ruido semejante a la tos de una duquesa asmática le hizo levantar la vista y mirar hacia la parte delantera del coche. Lo que vio produjo en él una alteración que muy raras veces había experimentado: la estatuilla que había sobre el radiador del coche se estaba hundiendo.

Percivall Bottleneck-Slide, aterrado, llegó a la conclusión de que la estatuilla se apartaba para dejar salir algún cohete u otra arma ruidosa. Imaginó la deshonra que supondría descargar un explosivo y derribar Twistedhorn Manor, que había resistido desde el acoso de los normandos hasta las bombas nazis.

Percivall Bottleneck-Slide hizo algo que no había hecho en décadas: trató de correr. Su intención era cubrir con su cuerpo aquel orificio infernal para que ningún daño sufrieran Twistedhorn Manor, Lady Twistedhorn y los otros ocupantes del edificio. Para cuando llegó a la parte delantera, jadeando, ya parecía que ningún ominoso artilugio iba a surgir de las entrañas del coche nuevo.

Aún muy excitado, Percivall Bottleneck-Slide vio que Lord Twistedhorn, decimonono del mismo nombre, estaba llegando. Se apresuró a rodear el coche para abrirle la puerta, pero no fue capaz de llegar antes que él.

En su precipitación, Percivall Bottleneck-Slide olvidó dónde estaba el tirador en el coche nuevo, y lo buscó en la parte trasera de la puerta. Eso supuso unos dos segundos más de espera para Lord Twistedhorn, decimonono del mismo nombre, que aprovechó para clavar la punta del paraguas en el suelo, señal de extrema impaciencia.

— Percivall, después de 38 años abriendo puertas ¿ha olvidado usted ahora cómo se hace? Quizá deberíamos adelantar el momento de su retiro.

— Le ruego que me disculpe milord.

A Percivall Bottleneck-Slide le explicaron al recoger el coche nuevo que ya no tendría que vigilar las cejas de Lord Twistedhorn, decimonono del mismo nombre, para saber si tenía calor o frío. El coche tenía alguna especie de mecanismo que se ocupaba de ello.

Percivall Bottleneck-Slide se preguntó cómo sabía el coche si Lord Twistedhorn, decimonono del mismo nombre, decidía quitarse el abrigo o no. Comprobó, poco después de iniciar la marcha, que la perspicacia del coche estaba sobreestimada. Lord Twistedhorn, decimonono del mismo nombre, levantó la ceja izquierda. Percivall Bottleneck-Slide miró al coche, pero éste no parecía darse por aludido; en el pequeño televisor sólo aparecían jeroglíficos extraños. En ese momento volvió a cometer el mismo error: trató de encontrar un mando para refrescar el ambiente.

— In der folgenden Kreuzung biegen Sie bitte links ab.

— ¿QUÉ ha dicho usted, Percivall?

— Milord, no me atrevería a hablar sin ser preguntado. Creo que ha sido el coche quien ha hablado.

— Percivall, que diga usted que los coches hablan, me hace sospechar que ha perdido la cabeza. Que diga que un coche británico habla alemán, me lo confirma.

— Milord, estimo que ha habido alguna equivocación y el coche que nos han entregado no es el que encargó milord. Me atrevería a sugerir que es más bien el coche de algún funcionario que va a ir a espiar a Alemania.

Tal fue la sorpresa que produjo esta afirmación en Lord Twistedhorn, decimonono del mismo nombre, que se le dobló hacia abajo la mitad de arriba del Times. Su mirada quedó entonces en línea con el capó del coche, pero nada la detuvo justo en el vértice superior

— ¿DÓNDE está mi estatuilla?

— Milord, ocurren cosas extrañas en este coche. Por alguna razón que no comprendo la estatuilla se ha, eh... escondido.

— Percivall, esa estatuilla es muy valiosa. Tanto, que incluso tiene nombre: el «fantasma del orgasmo».

— «Espíritu del éxtasis», milord.

— Veo que su atrevimiento llega hasta el punto de corregirme. No imagino que otras atrocidades habrá cometido usted, pero presumo que también ha robado la estatuilla. Debí haberle despedido cuando me desapareció el paraguas, hace siete años, pero siempre se le ha consentido demasiado. Detenga inmediatamente el coche, no recorrerá usted ni una pulgada más para mí.

Un escalofrío recorrió la espalda de Percivall Bottleneck-Slide. No podía imaginar deshonra mayor, después de tantos años de servicio.

— ¿A QUÉ espera para abrirme la puerta?

— Perdone milord, no me encuentro muy bien. Milord podrá salir si pulsa ese botón.

— Pues venga usted a pulsarlo ¿o pretende que sea yo quien pulse ESTE botón? —dijo Lord Twistedhorn, decimonono del mismo nombre, pulsando ese botón.

La puerta trasera se abrió. Percivall Bottleneck-Slide también abrió su puerta. Lord Twistedhorn, decimonono del mismo nombre, salió del coche fuertemente impelido por su indignación. Percivall Bottleneck-Slide se apresuró todo lo que pudo para cumplir con su obligación hasta el último momento.

Lo que pasó entonces es lo que sólo puede pasar cuando dos personas salen precipitadamente de este coche por el mismo lado.

El formidable testarazo hizo que noble y siervo cayeran hacia atrás y quedaran sentados uno frente al otro mudos, asombrados y doloridos. Fue Percivall Bottleneck-Slide el primero que pudo comenzar a hablar.

— Milord, quizá me hubiera sentido inclinado a rechazar los favores de mi amada Lady Twistedhorn si supiera que iba a llegar el momento en que iba a ser corneado por milord de manera tan contundente. Aquí tiene milord las llaves de este espantoso cacharro, yo me voy dando un paseo. Se pone en marcha con un botón, pero le sugiero a milord que tenga mucho cuidado. Está claro que éste es un coche para espías y milord es tan torpe que seguramente apretará el botón de autodestrucción.

Lord Twistedhorn, decimonono del mismo nombre, permaneció sentado y boquiabierto mucho rato, mientras Percivall Bottleneck-Slide se alejaba caminando con las maneras tranquilas que había recuperado.

Sólo cuando lo perdió de vista, pudo reunir fuerzas para levantarse y entrar en el coche. Buscó el botón para ponerlo en marcha. El que le pareció más indicado era uno rojo con un triángulo equilátero en el centro.

Percivall Bottleneck-Slide se estremeció a causa de la estruendosa explosión, aunque realmente no le sorprendió. «En los tiempos en que esos automóviles tenían engrasadores —reflexionaba Percivall Bottleneck-Slide— jamás habrían cometido el error de darle a un caballero el automóvil hecho para el servicio secreto».

Pausadamente, una nube de humo subía al cielo desde el lugar anteriormente ocupado por el coche nuevo y por Lord Twistedhorn, decimonono del mismo nombre. Con la misma pausa, Percivall Bottleneck-Slide se encaminaba a Twistedhorn Manor para darle la buena noticia a Lady Twistedhorn.

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