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El coche en la literatura. ¡Buen trabajo! 05-01-2001
  Comentario de Blas Solo

Victor Wilcox es el director de una fundición inglesa. Su aprecio por lo británico lo lleva a conducir un Jaguar, pero no impide una amarga actitud crítica sobre lo que ha ocurrido allí con la industria del automóvil. La mañana en que empieza el relato, Victor Wilcox lee el Daily Mail sentado en el retrete:

Da una chupada a su cigarrillo y desprende la ceniza entre las piernas, oyendo un leve siseo cuando cae al agua: «EL COCHE ECONÓMICO FAMILIAR DA BUEN RESULTADO EN LAS PRUEBAS»

«La British Leyland ha iniciado las pruebas de su revolucionario motor ligero de aluminio, destinado a un impresionante coche familiar capaz de una prestación de 100 millas por galón».

¿Cuándo fue la última vez que se dio por sentado que teníamos un impresionante motor de aluminio? ¿El Hillman Imp, verdad? ¿Y dónde están, ahora, los Hillman Imp de hace tan poco tiempo? En la chatarra todos ellos o casi todos. Y la planta de Linwood es un cementerio con hierba creciendo entre las líneas de montaje, y los tejados de plancha metálica ondeando al viento. Un coche que nadie quiso comprar, construido en un emplazamiento elegido por razones políticas y no comerciales, a cientos de kilómetros de los suministradores de sus componentes.

Robyn Penrose es una profesora universitaria, especialista en novela de la Revolución Industrial y sin una idea precisa de lo que es la industria. Su primer contacto con ella, más allá de la novela, es la fundición de Victor Wilcox, donde el coche de la profesora está parado por avería un día de fuerte nevada:

— ¿Dónde está su coche?
— Es aquel Renault rojo que hay allí

Wilcox echó a andar en línea recta, indiferente a la nieve que cubría sus delgados zapatos negros y se adhería a la parte inferior de sus pantalones.

— ¿Por qué compró un coche extranjero?—preguntó.
— No lo compré yo; me lo dieron mis padres cuando lo cambiaron por otro.
— ¿Por qué lo compraron ellos, pues?
— No lo sé. Supongo que a mamá le gustó. Es un buen cochecillo.
— También lo es el Metro ¿por qué no comprar un Metro si quiere un coche pequeño? ¿O un Mini? Si todos los que han comprado un coche extranjero en los últimos diez años hubieran comprado un coche británico, no habría un diecisiete por ciento de parados en esta región.

E hizo un amplio gesto que abarcó el árido panorama de fábricas abandonadas, más allá de la cerca de la empresa.

Como suscriptora de «Marxism Today», Robyn había padecido alguna que otra sensación de culpabilidad por el hecho de no ir en bicicleta al trabajo en vez de conducir un coche, pero jamás había sido atacada hasta el momento por ser propietaria de un coche extranjero.

— Si los coches británicos fuesen tan buenos como los extranjeros, la gente los compraría —replicó—, pero todo el mundo sabe que son irremediablemente inseguros.
— Tonterías —dijo Wilcox, de nuevo con aquel acento—. Admito que antes hubo algunos modelos defectuosos, pero ahora nuestro control de calidad es tan bueno como el de cualquiera. Lo malo es que a la gente le encanta despreciar los productos británicos. ¡Y después tienen la jeta de lloriquear ante las cifras de desempleo! —Su aliento humeaba, como si su indignación se estuviera condensando en el aire helado—. ¿Qué coche tiene su padre? —inquirió.
— Un Audi —respondió Robyn.

Wilcox lanzó un gruñido cargado de menosprecio, como si no hubiera esperado nada mejor.

Victor y Robyn son los protagonistas de «Nice Work», una novela publicada por David Lodge en 1988, cuando la crisis de la industria británica del automóvil ya era vieja. Nice Work es una novela tan bien llevada como casi todas las de Lodge, aunque con un punto menos de la fina ironía que tienen otras, como «Terapia» o «El mundo es un pañuelo» («Small world»).

Para el aficionado al automóvil, esta novela tiene el interés especial de que contiene varias referencias bien documentadas. La historia del Hillman Imp es ciertamente breve y no muy venturosa, como lo es la de la fábrica escocesa de Linwood y la del Grupo Rootes, bien antes de que pasara a manos de Chrysler, o bien después.

Cuando Robin dice que todo el mundo sabe que los coches ingleses son «irremediablemente inseguros» creo que se trata de un error de la traducción. No he visto el original en inglés, pero supongo que lo que dice, más bien que «inseguro», es «poco fiable», en el sentido de propenso a tener fallos. Al menos, era de eso de lo que tenían fama los coches ingleses en los 60 y 70.

La información que lee Wilcox en el Daily Mail, si no es cierta, está bien inventada. En 1990 lo que ya era Rover lanzó el motor Tipo K de aluminio para reemplazar al Tipo A Plus (básicamente una evolución del que tenía el Mini). El motor Tipo K que estrenó el Rover Metro (con 1,1 ó 1,4 litros) debía estar en fase de desarollo en 1988 (fecha de publicación de la novela), aunque por entonces ya no existía British Leyland sino el Grupo Austin Rover. Como el del Hillman, el motor Tipo K tiene la particulridad de que sus elementos de aluminio (cárter superior, bloque y culata) están unidos por unos largos pernos que recorren el motor desde abajo hasta arriba.

La «prestación de 100 millas por galón» equivale a un consumo inferior a 3 l/100 km (el galón británico es mayor que el americano). Es un error, una licencia literaria o un deseo expreso de Lodge de pintar al Daily Mail como un periódico patriotero; poco antes escribe: «Vic se muestra siempre favorable a respaldar a Gran Bretaña, pero hay veces que el chauvinismo del Mail le saca de quicio». El consumo a 90 km/h del Rover Metro 1.1, en versión de 60 CV, sin catalizador y con carburador, era 4,4 l100 km. El motor Tipo K es básicamente el mismo que tienen ahora todos los Rover de cuatro cilindros.

Por algunas de las cosas que dice y por cómo las dice, me da la impresión de que David Lodge es también un aficionado al automóvil.

*¡Buen Trabajo! está publicada en España por Anagrama. La edición de la que he extraído los textos es de 1996, con traducción de Esteban Riambau.

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