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Consultorio automovilístico sentimental 14-01-2005
  Blas Solo

Me veo obligado, queridos lectores, a atender la consulta de este caballero, más por sus influencias que por otra cosa.

El suyo no es un problema común. No porque no sea común, que sí lo es, sino porque raramente es un problema: tiene dificultades con la realidad.

Cuando alguien encuentra un parecido entre dos coches, lo que suele hacer es resaltar unos rasgos sobre otros. En su representación de los dos coches, toman preponderancia aquellos rasgos que, según él, los asemejan. Es posible que el rasgo en cuestión ocupe un área pequeña (por ejemplo, un faro), pero la percepción es así, no echa cuentas.

En «La construcción social de la realidad» dicen Peter Berger y Thomas Luckmann que: «Cuando unas zonas de la realidad se iluminan, otras se oscurecen». Aunque Berger y Luckmann no estarían de acuerdo, yo creo que percibir es elegir; seleccionamos hacia dónde enfocamos la luz y qué queda en sombra.

Si esa persona le comunica a otra que esos dos coches «son» semejantes, pueden ocurrir dos cosas: una, que a la otra persona también se lo parezca, aunque no necesariamente por las mismas causas. En ese caso, la reacción normal es reforzar la postura llamada «realismo ingenuo»: las cosas son como yo las veo.

Lo otro que puede pasar es que esa segunda persona no vea el parecido. Lo que se piensa entonces es algo más o menos próximo a «este tío es tonto, mira que no ver que son iguales».

Como normalmente el sujeto salda a su favor cualquier discrepancia en la percepción, la realidad no le causa problemas a casi nadie, aunque sí a este otro sujeto cuya carta titulo:

Consideraciones sobre la realidad, el subconsciente y los embutidos

Estimado señor Solo:

Ya sé que lo que le voy a contar no cae exactamente dentro del consultorio que usted atiende, pero es que pasan dos cosas: que a alguien se lo tengo que contar y no sé a quien, y que hace un montón que no se arranca usted a responder a alguna consulta. Como ya va para diez años que nos conocemos, me tomo la libertad de instarle a que se ocupe de lo mío.

Aclare a sus lectores que esto que le voy a contar es completamente verídico. Ocurrió la madrugada del lunes 10 al martes 11 de enero de 2005, a consecuencia del salón del automóvil de Detroit.

El lunes por la mañana, mi compañero Alfonso Herrero me advierte —a la vista de esta imagen— de lo raro que es que un motor que tiene dos válvulas por cilindro tenga cuatro cavidades en el pistón y, además, que esas cavidades no se correspondan con el tamaño de la válvula. La presencia del agujerito es igualmente misteriosa.

Me puse a pensar en ello y no se me ocurría ninguna explicación. Eso me sienta fatal, porque cuando me esfuerzo en razonar y no obtengo ningún resultado, me empiezan a salir solas ideas inútiles por estrambóticas.

Una de las que me salió es que los pistones que tienen poca falda necesitan ser simétricos en el eje del bulón, para que no tengan mucho campaneo. Me lo inventé en ese momento y, de hecho, ni siquiera sé si ese pistón tiene poca falda pero ¿a que suena bien?

Pude parar el manar de despropósitos con el pensamiento de que, a lo mejor, el dibujo estaba mal. Lo firma David Kimble, un señor que lo mismo hace este motor del Corvette que una preciosa transparencia de un Cobra, o un meticuloso dibujo del Enterprise, en el que casi se puede adivinar al Señor Spock diciendo eso de «No es lógico que a ustedes les guste la música».

Si se ha imaginado así al Enterprise, bien podría haber pensado que un pistón debería tener cavidades simétricas para estar equilibrado, si es de falda corta.

Ya más tranquilo, le trasladé la pregunta a Javier Moltó, que en esos días andaba por Detroit, y me olvidé del asunto. O eso creía yo.

Supongo que usted sabrá que hay sueños que, en sueños, no se pueden distinguir de la realidad. Yo controlo bien lo que sueño; por ejemplo, se negarme a meterme en una pesadilla cuando la veo venir. Pero le aseguro que lo que sigue, ocurrido esa misma noche, no lo experimenté como un sueño.

Estaba en un despacho amplio y bien iluminado de General Motors. Yo sentado y, de pie frente a mí, Arantxa Miró, que trabaja en el departamento de prensa de Volkswagen (¿Qué hacia allí? No lo sé). Le enseño un monitor con esa imagen y le pregunto:

— ¿Cómo se puede explicar lo de estas cuatro cavidades? ¿No será que el dibujo está mal?

Lo mira con severidad y se va resueltamente sin decir palabra. Vuelve al poco con un papel un poco arrugado en la mano y dice:

— Sí, está mal. El pistón es así.

Tal y como lo dice, me deja la impresión de que la culpa de que el dibujo esté mal la tenía yo. Un poco apocado, miro el dibujo del papel. Lo que se veía era más o menos lo mismo que en la imagen del monitor, pero con la cabeza del pistón plana.

— ¿Y no tenéis algo mejor para reproducir?

— Sí, toma una diapositiva— dice mientras me entrega una rodaja de salchichón.

Yo miro la rodaja de salchichón al tras luz y, efectivamente, algo del pistón sí se ve. Pero era un salchichón recio, púrpura, dispersamente moteado de blanco brillante, con un perímetro irregular como una costa hecho de tripa gruesa. Si hubiera sido uno de esos salchichones redondos, rosáceos y embutidos en plástico que venden en económicos paquetes de medio kilo, el pistón se habría visto mejor, pienso. Pero no, así que le digo:

— La verdad es que para escanear nos viene mejor el papel.

— Trae —dice tajantemente mientras me quita el papel de la mano— ya te lo escaneo yo.

Arantxa, dulce y atenta en la realidad, en mi sueño estaba un poco mandona.

— Entonces ¿me puedo comer esto?— dije mientras enseñaba la suculenta rodaja.

— ¡No hombre! ¡Cómo te vas a comer una diapositiva!— y también me la quita de la mano.

— No, claro —reflexiono—.

Arantxa dobla una esquina en dirección al escáner y, justo antes de despertarme, me da tiempo a decir.

— Cuidado no manches el dibujo con grasa de la diapositiva.

Y me desperté. A las cuatro y veinte de la madrugada del martes estaba yo en la cama, tratando de aceptar el hecho de que había sido un sueño. Tardé en conseguirlo.

Supongo que la interpretación primera que usted aventurará es que algún resorte neurológico está advirtiendo a mi subconsciente de que tengo el colesterol alto.

Pues no. Hace pocos días que, tras abominables experimentos que le habrían provocado un vahído al Doctor Frankenstein, un científico ha determinado que mi sangre contiene lo necesario y en las proporciones apropiadas.

Así pues ¿qué debo deducir de ese sueño? ¿Qué hay por entre mis neuronas que hace confundir diapositivas con rodajas de salchichón, o al revés? ¿Cree usted que debo tomar alguna medida?

Atentamente:

Juan Manuel Pichardo

Mi querido amigo, supongo que usted ya sospecha que ese sueño suyo es producto de su mala conciencia.

Usted trabaja con la realidad, en la inteligencia de que sus lectores asumen que eso es algo cierto, y que se puede conocer de forma intersubjetiva. Es decir, que cualquiera que experimente los mismos hechos debe llegar a las mismas apreciaciones.

Pero usted sabe que eso no es así. Hay muchas objeciones que poner a esa idea, como usted sabría si se hubiera leído el libro de Berger y Luckmann que nos recomendó nuestro común amigo José Manuel Cano (su página de filosofía para estudiantes).

Sabe que no es así, por ejemplo, porque ha comprobado en las sesiones de pruebas con coches lo distintas que pueden llegar a ser las conclusiones a partir de los mismos hechos. Si dos personas conducen el mismo coche y experimentan cosas distintas, podríamos pensar que una de las dos (o las dos) ha cometido un error en el experimento. Podría apartar ese problema diciendo que es un fallo del método.

Podría hacerlo, si no fuera porque usted sabe que, si hay fallos en el método, son pequeños comparados con lo fundamental: la realidad ni es algo cierto, ni se puede conocer por vía intersubjetiva.

Cuando va a probar con coches con algún compañero, a veces ocurre que ambos están de acuerdo en que han experimentado lo mismo. Cada uno puede reconocer sus propias sensaciones en las explicaciones del otro. Y, sin embargo, a veces ocurre que con el mismo manojo de apreciaciones, las conclusiones son completamente dispares.

— Me gusta más éste por que entra mejor

— No, si yo no digo que no entre bien, pero se mueve peor

— Sí, se mueve, pero depende de cómo vayas

— Hombre, yendo más o menos igual

— Pero es que igual no puedes ir porque entra peor

— Ya pero, precisamente por eso si te cuelas y ahuecas, con este te metes en un lío

Y seguirían así indefinidamente, que yo los he visto, si no fuera porque se acaban dando cuenta de que sale mucho humo de los frenos y hay que enfriarlos un poco.

Seamos serios. Por muchas primeras personas que meta en lo que escribe, lo presenta como una aproximación, incluso un reflejo de «la realidad». Y usted sabe que la realidad, si existe, no es algo de lo que se pueda hablar. Es decir, su trabajo es hablar de algo de lo que no se puede hablar.

Como me cuenta usted ese sueño y menciona al señor Spock, me trae a la cabeza esa reflexión que hacía Spock’s Beard: «Qué hace a un sueño tan diferente de otros sueños» (cita).

Lo que hace a unos sueños tan diferentes de otros son las ganas que tenemos de creérnoslos; su mala conciencia ha hecho que usted se crea el que me cuenta. Mi consejo, por tanto, es que le advierta usted a sus lectores de algo de lo que está convencido: lo que parece una diapositiva bien podría ser una rodaja de salchichón.

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