He probado el Grand Cherokee —concretamente la versión Summit Reserve— durante la presentación a la prensa, un poco por autovía y mucho por carreteras estrechas con muchas curvas, que no son el escenario ideal para un coche de casi cinco metros de longitud y 2434 kg. Inicialmente me dio la sensación de que iba a ser un coche muy torpe, en parte porque la dirección tiene un tacto extraño, artificial, aunque, eso sí, mucho más precisa que la de recirculación de bolas que tuvieron generaciones pasadas. No es una dirección que agrade, aún más si se selecciona el modo Sport, que supone vencer una fuerza que insiste en centrar la dirección.
Una vez acostumbrado a ella, fui cogiendo confianza hasta el punto de encontrarme haciendo una conducción deportiva y sorprendiéndome del ritmo que era capaz de llevar con el Grand Cherokee 4xe. No es un deportivo, ni se parece a un Porsche Cayenne, pero se puede ir rápido sin problemas (dentro del sentido común).
La suspensión neumática con amortiguadores de dureza variable hace muy bien su trabajo, conteniendo a la perfección el balanceo y cabeceo de la carrocería. El cambio de apoyo de una curva a otra en sentido contrario se produce con suavidad y rapidez, evitando que el movimiento de la carrocería afecte a la trayectoria.
Tras unos cuantos kilómetros a ritmo más que ligero los frenos empezaron a perder eficacia, pero fue tras una conducción que, supongo, rara vez se llevará a cabo con este coche. Además de la dirección tampoco me ha gustado el tacto del pedal de freno, muy duro al principio del recorrido y que da poca deceleración.
Durante una conducción sosegada por autovía, el Grand Cherokee rueda con suavidad, pero sin ser tan refinado como un Audi Q7 o un Volvo XC90. La suspensión transmite con energía algún tipo de bache (generalmente los que producen un movimiento muy rápido y corto de la rueda), pero el resto del tiempo va meciendo la carrocería con suavidad.