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Fórmula 1: Cambios que no se harán

Parece incuestionable que el ser humano es un animal competitivo; prácticamente todas las facetas de su existencia acaban por tener una vertiente competitiva que a su vez suele derivar en espectáculo. Ya sea en actividades de exigencia física o intelectual, individualmente o en equipo, acabamos por organizar campeonatos de lo que sea, desde el ajedrez hasta eso que sale en la TV de “el hombre más fuerte del mundo”, arrastrando un camión con los dientes. Las variantes de competición sobre actividades del mundo rural son incontables; y mucho antes de que el fútbol británico se convirtiese en fenómeno mundial, los italianos ya tenían (y mantienen en plan folklórico) una variante de “calcio” en la que se atizan guantazos monumentales. Un ejercicio tan simple como darle golpes con un palo a una piedra se ha convertido, gracias al golf, en un juego (pero competitivo) y en una competición seria que mueven miles de millones en material, clubes, hostelería y viajes. Y para actividades más raras todavía, ahí está el dichoso “Libro Guinness de los Récords”, donde se llegan a homologar las cosas más peregrinas, pero siempre con el sello de “el más…” o “la más…”, y luego la chorrada que sea.

Evidentemente, un fenómeno tan fundamental para el desenvolvimiento de la existencia humana como es el desplazamiento no iba a escaparse de tal furor competitivo: de las Olimpiadas a las múltiples variantes de carrera ecuestre, de las de cuádrigas a las regatas de traineras o la OxfordCambridge, de las carreras de sacos a la “carrera del té” con los clippers que lo traían de Ceilán a Londres rodeando el Cabo de Buena Esperanza, el deseo y el orgullo de “llegar antes que el otro” han sido un continuo a lo largo de los siglos. Y una variante de desplazamiento tan llamativa como la que utiliza vehículos motorizados (de dos, tres, cuatro o más ruedas) no iba a ser excepción a la regla: las carreras de coches y motos son casi tan antiguas como el propio fenómeno de la automoción por caminos y carreteras (o por todo-terreno, que cada vez ha tomado mayor protagonismo).

La exuberante evolución del automóvil hizo que pronto se tuvieran que especificar diversas modalidades: durante unas cuantas décadas, hasta la II Guerra Mundial, el récord de velocidad pura en línea recta (también para artefactos acuáticos, más que canoas con motor) gozó de mucho prestigio; pero las velocidades alcanzadas, y lo monstruoso de los vehículos que las conseguían, se apartaban más y más de lo que se consideraba un automóvil. Actualmente, ya hay que distinguir entre los propulsados a través de sus propias ruedas, o por turbina de gas; en fin, es otra historia.

Pero incluso entre los propios automóviles, la especialización iba creando categorías; y si nos centramos en la competición sobre asfalto, ya sea en circuito o carretera, se produce una clara diferenciación a finales de los 20s y sobre todo en la década de los 30s: monoplazas, para una utilización exclusiva en circuito cerrado, y deportivos biplazas para uso tanto en circuito como carretera normal. De nuevo nos centraremos en una de las dos: los monoplazas, ya que el objetivo de estas reflexiones es analizar la problemática a la que se enfrenta la F.1. Pero tanto los mono como los biplazas venían de un tronco común: el coche normal; o si se prefiere, las versiones más prestacionales del coche normal. La competición de monoplazas dio lugar a una dieta de adelgazamiento para estos coches: aligeramiento al máximo, eliminación de los faros y, como el concepto de aerodinámica todavía no se tenía en cuenta (salvo para los de récord de velocidad), carrocerías más estrechas para su único ocupante y eliminación de los guardabarros, que por entonces iban separados de la carrocería; esto último, que parece un detalle nimio, ha tenido fundamental trascendencia.

Así pues, durante casi tres décadas (primeros 30s hasta últimos 50s) los coches de Gran Premio, bajo diversas reglamentaciones, tenían dos características intocables: monoplaza y con las ruedas al aire; era algo que a nadie se le ocurría cuestionar, del mismo modo que los Sport debían ser biplazas (aunque el segundo asiento era “de pega”) y con las ruedas cubiertas por la carrocería, fuese esta abierta o cerrada. Y no decimos que debían ser de motor delantero, porque ya en los 30s los Auto-Union llevaban motor central-posterior; luego, a partir de 1958, Cooper volvió a poner de moda dicha estructura, y hasta hoy. Con lo cual, encerrado el piloto dentro de una estructura tubular (cortesía de Colin Chapman y sus Lotus), deja de vérsele a él y su manejo del volante; sólo el casco queda a la vista.

Poco más o menos, el peso de estos coches apenas si ha variado mucho; siempre por debajo de los 750 kilos. En cuanto a potencia, y descontando los raros período de 1961 a 1965, con la cilindrada reducida a 1,5 litros y admisión atmosférica (poco más de 200 CV), y de 1936 a 1939 (los Mercedes y Auto-Union estuvieron entre 375 y 640 CV), estuvo oscilando entre los 270 CV de los peores 2,5 litros y los muy poco más de 400 CV del Alfetta 159. Y así estuvieron las cosas hasta que en 1966 la cilindrada sube a 3,5 litros, y de nuevo empieza la escalada de la potencia. El V8 Cosworth es pronto superado, al menos en caballería, por motores V-12, y el problema es que falta adherencia para transmitir eficazmente al pavimento tanta potencia.

Los coches se habían afinado aerodinámicamente, y eran muy rápidos, pero hacía falta más apoyo sobre el tren trasero para las aceleraciones a velocidades bajas y medias. Naturalmente, no eran cuestión de añadir peso gratuitamente, y a alguien se le ocurrió la idea genial: alerones sobre los dos trenes (para mantener un apoyo proporcional en ambos), con lo cual se sacrificaba un poco la penetración a alta velocidad, pero se ganaba mucho en apoyo vertical, y no sólo para acelerar, sino en paso por curva rápida. Se empezó con unos relativamente discretos, y pronto se pasó a los montados en alto y apoyando sobre los bujes, que eran la solución técnicamente óptima, dejando que la suspensión trabajase sólo con el propio peso del coche. Pero el accidente de Stommelen en Montjuich hizo que se prohibiesen, y con ello llegamos a la situación actual: alerones integrados en la carrocería (delante) y apoyados en la estructura (atrás), transmitiendo su empuje, que a velocidad punta duplica el peso del coche, a través de la suspensión, que es dura como una piedra para no aplastarse a tope. Y para compensar, ruedas de llanta 13” y neumáticos d perfil relativamente alto para lo que se utiliza en todas las demás competiciones, de modo que sus flancos ofrezcan la elasticidad vertical de la que carece la suspensión.

Dichos monoplazas corrían cada vez más, y los gestores de la FIA se preocuparon, y quizás con razón: los V-12 de 3,5 litros superaban los 800 CV y en la fórmula 1.5 con turbo, se disponía de unos 1.000 CV en reglaje de carrera, y casi 1.300 para calificación, cambiando motores. El cubicaje se redujo primero a 3 litros, y luego a los actuales 2,4 litros, pero el problema persiste: hay más de 750 CV para poco más de 600 kilos, y hasta casi 200 km/h las ruedas motrices pueden patinar, puesto que hay unos 1.000 kilos de empuje longitudinal. Y la fracasada solución ha sido ir ahogando más y más el reglamento en los aspectos mecánicos: motores y cambios clónicos, bastidores, suspensiones y frenos que son hermanos gemelos, peso igualado al kilo y neumáticos idénticos. Vía de escape para mejorar respecto a la competencia: la aerodinámica. Y puesto que el apoyo vertical estaba más o menos conseguido, y limitado por las cotas de anchura y altura de los alerones, el juego consiste ahora en procurar disminuir la resistencia al avance: conseguir el máximo apoyo, con la mínima retención longitudinal. De este modo, a igualdad de todo lo demás, se gana algo en velocidad punta; o bien, maximizando el apoyo y sacrificando un poco la velocidad, se consigue mayor agarre para trazar las curvas medias y rápidas a mayor velocidad, que es lo que ha conseguido Red Bull.

Si descontamos la aerodinámica, la actual F.1 es prácticamente una copa monomarca: sin alerones ni difusor trasero, todos los coches andarían y se sujetarían igual; si ahora parecen unos mejores que otros, es porque tienen mejor resuelta le ecuación entre apoyo vertical y resistencia al avance. Por otra parte, la FIA se ha empeñado en igualar el gasto económico de todas las escuderías, limitando las pruebas en pista y las horas de túnel de viento, y se ha obsesionado por la ecología (de ahí el KERS), lo que no está mal, pero al tenerlo todos igual, limitado a 60 kW u 82 CV, tampoco establece diferencias. De modo que ahora hemos llegado a la ridícula situación en que el escalafón está determinado por unas cualidades aerodinámicas que no pueden en absoluto ser trasladadas al coche de calle.

Y aquí volvemos a lo de las ruedas al aire; con esta arquitectura, es imposible hacer un estudio aerodinámico razonable del vehículo, cosa que sí es factible en un Sport-Prototipo: las ruedas al aire lo destrozan todo. Y la aerodinámica clásica de aviación, tampoco sirve demasiado, pues aquí es fundamental la interferencia de tener el suelo a centímetros de distancia, y no desplazarse en una masa infinita de aire tranquilo. Así hemos llegado a la situación ridícula de que una suspensión delantera se diseña con tipo “push-rod” o “pull-rod” (bieleta de mando de empuje o de tracción) en función de si la posición diagonal de dicha bieleta (de sección ovalada), junto con los triángulos superior e inferior y la bieleta horizontal de la cremallera de dirección, condicionan de un modo u otro el flujo de aire en los laterales de la carrocería, para llegar a los radiadores y finalmente al difusor y al alerón trasero. Y qué decir del efecto Coända de los gases de escape, que salen lamiendo la superficie de la carrocería para llegar de la forma más favorable al alerón o a la viga inferior que lo soporta. Si un ingeniero diseña un coche para venta al público con los gases de escape achicharrando la carrocería, al día siguiente está de patitas en la calle.

Como ya se ha dicho en anteriores ocasiones en este blog, la actual tecnología de la F.1 se ha convertido en un juego del ratón y el gato entre los legisladores y los aerodinamistas, con estos últimos buscando grietas legales en la redacción de las normas, para sacar ventajas. Porque al final todo se acaba resumiendo en una interpretación semántica de lo que está permitido o prohibido; hacen falta ingenieros y apoyándoles, expertos en etimología y análisis gramatical. Nadie discute el retorcido mérito de los aerodinamistas de la actual F.1; pero no es menos cierto que en el diseño del superdeportivo McLaren MP4-12C no han tenido la menor influencia; dicho coche es obra de un grupo de técnicos totalmente distintos. ¿Para qué sirve entonces todo lo gastado en perfilar el actual McLaren de F.1?

Por ello, me parece evidente que Luca de Montezemolo tiene razón en sus repetidos lamentos respecto a que hace falta que los motores y los bastidores vuelvan a tomar protagonismo, dándoles mayor libertad de diseño, frente a la actual tiranía de la aerodinámica; como dice él, en Ferrari no fabricamos aviones ni cohetes sino coches deportivos, y queremos aprovechar al máximo posible la experiencia de la F.1. Claro que, con las ruedas al aire, de poco servirá esa experiencia. Pero se podría hacer, al menos, lo mismo que en la Fórmula Indy americana: carenar entre las ruedas delanteras y traseras, e incluso por delante de las primeras: recordemos el Tyrrell de décadas atrás, con su elegante morro ancho, que hacía las veces de alerón delantero. Y los Mercedes de 1955 tenían una versión monoplaza totalmente carenada para los circuitos rápidos, casi idéntica al Sport 3000-SLR. Pero mientras tanto, la FIA está encaprichada con la ecología, como con el detalle (que acaba de ser retrasado, de momento, hasta 2017) de que los F.1 circulen por la línea de boxes exclusivamente con propulsión eléctrica. ¡Como si no hubiese ya suficiente peligro de atropellos en esa zona, ahora quieren que los monoplazas pasen por ahí como fantasmas; qué estupidez! ¿Y con eso pretenden compensar el alumbrado nocturno de Singapur o Abu Dhabi?

La Fórmula 1 no levantará cabeza, para encaminarse por un sendero tecnológico mínimamente razonable, hasta que no elimine una serie de condicionantes actuales, y no introduzca otra serie alternativa de normas y componentes. Habría que eliminar ese residuo del pasado, ya casi de museo, que son la llantas de 13”, y poner unas como mínimo de 16”, cuando no de 18” o de 19”, como en las disciplinas de coches con carrocería completa. Habría que eliminar, al menos en su actual eficacia, los alerones actuales, y que la FIA de su brazo a torcer en su negativa a utilizar carrocerías con “efecto suelo”, que a cierto nivel ya se utiliza en algunos grandes deportivos. Y lo ideal sería aceptar carrocerías carenadas pero abiertas por arriba, como en los LMP de Le Mans. Sí, se parecerían bastante, pero con la ventaja para los F.1 de su mayor ligereza y manejabilidad, e incluso potencia.

Y si se quiere potenciar el espectáculo, facilitando la lucha más cerrada y los adelantamientos, un elemento básico sería alargar las distancias de frenado, hoy en día ridículamente cortas, debido a que en las frenadas fuertes a las que se llega a alta velocidad, se cuenta con un apoyo aerodinámico extraordinario, que permite frenadas del orden de casi 5 ”g” en su fase inicial, con lo cual la distancia de frenado es muy corta. Al eliminar en buena parte tanto apoyo, esta distancia se alargaría y permitiría intentos de adelantamiento que hoy en día se frustran una y otra vez. Y entonces estaría de más ese elemento tan artificioso como es el DRS, un invento que no pasa de ser un parche para arreglar lo que una buena reglamentación no debería haber permitido nunca que llegase a ocurrir.

Y puesto que están prohibidos cantidad de componentes realizados en materiales caros (titanio, berilio, etc), una vez que se montasen llantas de mayor diámetro se podrían prohibir los frenos y pastillas de carbono, que cuestan un Potosí y frenan lo que no está escrito. Con menos apoyo aerodinámico y frenos de fundición, pero de mayor diámetro que los actuales para evitar el fading, tendríamos frenadas bastante más largas que ahora, y veríamos maniobras realmente espectaculares. Al margen de que, eliminando alerones y poniendo fondo plano, los coches podría seguirse en las rectas mucho más de cerca (el fondo plano es mucho menos sensible que los alerones a los remolinos producidos por el coche de delante), y sería un motivo más para eliminar el DRS.

Lo que menos importa es si los tiempos por vuelta serían más rápidos o más lentos que ahora; con tal de que fuesen más rápidos que los Sport, sería suficiente. Y esto siempre sería así: los F.1 serían algo más potentes, ligeros, manejables y casi tan aerodinámicos, así que su primacía velocística seguiría estando asegurada. Y lo que cuenta, de cara al éxito popular de la competición, es que la lucha sea cerrada. Ciertamente, en la temporada 2012 lo ha sido, y muy emocionante, pero debido a una serie de factores imponderables e incomprensibles: ha sido fantástico que las cinco primeras carreras hayan sido ganadas por coches de distintas escuderías, y las siete primeras, por distintos pilotos. Pero lo que no era bueno, según dijeron algunos grandes expertos y los propios protagonistas, es que pareciese un sorteo; porque una cosa es la emoción cuando los contendientes están casi todos ellos al mismo nivel, y otra distinta la incertidumbre, cuando el que ha quedado noveno en la carrera anterior pasa a dominar, no se sabe muy bien por qué, en la siguiente.

Y esto se debe al juego al que le han obligado a plegarse a Pirelli, haciéndole dar incertidumbre artificialmente a la competición; la cual, a no ser por ello, estaría sentenciada de antemano sólo por el influjo de la aerodinámica. Eso de que los coches sean mejores mejores o peores en función de cómo “cuiden” los neumáticos está bien hasta cierto punto; pero que con un reparto de pesos que por reglamentación está en unos márgenes muy estrechos, y con unas suspensiones que apenas si varían unos minutos de grado en sus reglajes, cuyas cotas de caída y convergencia también son prácticamente miméticas y recomendadas por el fabricante del neumático, no se explica que a un coche las gomas le duren el doble a que a otro, por mucha diferencia de pilotaje que haya. Y no es que duren físicamente porque se queden sin goma, sino porque la dichosa “ventana” de temperatura de utilización es tan estrecha que cinco grados arriba o abajo (y estamos hablando en la zona de 100 centígrados, o más), supone que se vengan abajo, y ya sin posibilidades de recuperación. Unos neumáticos de competición son para “darles cera” sin compasión; y si un piloto es tan brusco que los destroza en menos tiempo que otro, que los cambie; pero que tenga que andar preocupándose en aflojar un poco la marcha para mantenerse dentro de la “ventana”, es incompatible con el espíritu de la máxima competición velocística.

La F.1 ha pasado por dos fases en las que influencias externas han condicionado en modo excesivo la competición; aunque hayan sido momentos muy brillantes, si se quiere, de la misma. La primera fue la época de los años 30, cuando el megalómano Hitler se empeñó en demostrar la superioridad de la inexistente raza aria incluso mediante las carreras de automóviles, dando lugar a aquellos monstruos de 400 a 600 CV que devoraban (y en este caso es literalmente cierto) un juego de neumáticos traseros en un par de vueltas al Nürburgring. Y la segunda época ha sido la del imperio del dinero, de la mano del difícilmente catalogable Bernie Ecclestone; que todavía no se sabe cómo acabará, con la historia de su soborno al banquero Gribkowsky, para seguir manteniendo el control económico de la F.1.

No hay duda de que Ecclestone ha conseguido elevar la calidad del espectáculo, su conversión en un fenómeno televisivo de masas nunca soñado y que los ingresos de pilotos, técnicos y mecánicos se hayan disparado. Pero esos gastos suntuarios, con esos camiones-taller, esas motorhomes y esos hospitality que se montan y desmontan en cada circuito como por arte de magia, exigen la presencia de patrocinadores que, o bien se convierten en propietarios de la escudería (caso de Red Bull) o bien condicionan la selección de los pilotos, escogiendo al que venga con más dinero detrás.

Por su parte, cogida en este juego, la FIA procura mantener una igualdad artificial a base de condicionar cada vez más los aspectos mecánicos; pero se ve impotente, o más bien falta de decisión, para coger el toro por los cuernos y proceder a aplicar todas o algunas de las soluciones apuntadas más arriba. Con algo más de libertad en lo mecánico, y mayor simplicidad en los aspectos aerodinámicos, controlados por normas sencillas pero inflexibles (y no como los alerones delanteros de Red Bull), algo más de pruebas en pista y menos necesidad de miles de horas en el túnel de viento, la tecnología de un F.1 sería también algo más barata que en la actualidad. Y además, podrían participar, como suministradores de motores o incluso fabricantes del coche completo, los grandes grupos automovilísticos, lo cual sería muy positivo. Porque no deja de ser una triste gracia, por mucho mérito que tenga, que la actual dominadora de la F.1 en los tres últimos años sea una escudería propiedad de una fábrica de bebidas energéticas, que compra un motor suministrado por Renault.

Pero, y volvemos a la aerodinámica tan peculiar permitida por la actual legislación, muchos fabricantes no se atreven a participar como constructores de F.1; y es una pena, porque serían capaces de diseñar un coche competitivo, a excepción de la magia aerodinámica, que sólo dominan a fondo media docena de especialistas en este mundillo. Marcas como Toyota, BMW o Ford han entrado y salido porque este aspecto se les escapa, y no es cosa de estar perdiendo tiempo, dinero y prestigio por unos aspectos tan etéreos e inaplicables en la producción de mayor o menor serie. ¿Será la FIA capaz de poner remedio? Lo dudo mucho, lamentablemente.

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