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La velocidad infinita 31-12-2004
  Javier Moltó

Si los seres humanos tuviéramos la facultad de desplazarnos a velocidad infinita por la superficie del planeta se acabaría el hambre en el mundo. La velocidad, en sí misma, es riqueza. Con velocidad infinita, se aprovecharían mucho mejor los recursos naturales. Se podrían aprovechar todas las tierras cultivables del planeta, independientemente de en qué lugar estuvieran situadas. Toda la mano de obra del planeta se podría utilizar en cualquier parte y regresaría a dormir plácidamente a sus casas. Desaparecerían los núcleos urbanos, como hoy los conocemos, no existirían las desigualdades entre zonas bien y mal comunicadas o entre zonas con o sin acceso a los medios de producción. Que la velocidad infinita sea imposible es otra cuestión. También es otra cuestión que quizá, con esa capacidad, lo seres humanos no hubieran desarrollado la agricultura, hubieran esquilmado los recursos naturales del planeta antes de hacerse sedentarios y actualmente no existieran especies animales evolucionadas sobre la tierra.

La velocidad es riqueza, siempre que el coste de desplazarse a cualquier velocidad no sea más alto que el beneficio que obtenemos. La velocidad infinita eliminaría el hambre de la tierra, siempre que no consumiéramos más energía en desplazarnos en un instante hasta un árbol remoto para coger una manzana que el aporte energético que nos diera esa manzana. La velocidad tiene un coste y unos beneficios. Hay que tratar de minimizar sus costes y de potenciar sus beneficios.

A principios del siglo XX no había accidentes de tráfico en España. La esperanza de vida media de la población española hace unos cien años era de entre 35 y 40 años. En la actualidad, hay muchos accidentes de tráfico. Cada año mueren en España más de 5.000 personas en accidentes de tráfico. Ahora, la esperanza de vida media en España es de más de 80 años. Por término medio, las personas, ahora, viven más del doble de tiempo de lo que vivían a principios del siglo pasado.

En África, en muchos países, hay muchos menos accidentes que en España por cada millón de habitantes. Tienen menos coches y recorren menos kilómetros. Y su esperanza de vida media es claramente inferior.

¿Vivimos más y mejor gracias exclusivamente al automóvil? No. Pero también gracias al automóvil y a la posibilidad que nos da de desplazarnos a elevada velocidad vivimos más y mejor. El automóvil, contrariamente a lo que se dice tantas veces, no quita vidas. Da muchas vidas. Da mucha vida. Y no las da por el artefacto en sí, sino por la velocidad a la que permite desplazar a personas y mercancías.

Gracias al automóvil el comercio se disparó después de la segunda guerra mundial. Antes ya existían trenes, pero no daban, ni dan, la posibilidad de llevar la velocidad a todos los puntos del planeta. Tampoco la dan los aviones. De todos los medios de transporte que conocemos, sólo los camiones, coches y motos permiten llevar una velocidad elevada a muchos lugares del planeta. Dan esa facultad de desplazarse a alta velocidad a un coste razonable.

Lo ideal, para la economía y el bienestar de los ciudadanos es que, a igualdad del resto de factores, esa velocidad se lo más alta posible. Cuanto más alta, mejor para todos los ciudadanos, si no hubiera contrapartidas. Sí hay contrapartidas: el coste energético, la contaminación y los accidentes de tráfico.
Como hay contrapartidas, hay que crear una tensión entre los factores opuestos para crear la máxima eficiencia. El mejor punto intermedio entre la vida que crea la velocidad y la vida que destruye. El objetivo de cero accidentes es una aberración. Si se consiguiera, tendría un coste en vidas mucho más elevado que cierto número de accidentes. Inevitables, sí. Podemos repartir la muerte, simbólicamente, entre todos los españoles, conseguir que todos vivamos peor, seguro, que nuestra economía sea menos competitiva, a cambio de que no haya accidentes en las carreteras. Podríamos hacer lo mismo con los cuchillos. Como hay quien los utiliza como arma, vamos a legislar para que los cuchillos sean romos. Todos viviremos peor, tardaremos tres horas en cocinar y tres más en comer, pero no habrá muertos con cuchillos de cocina.

Los medios de producción hay que utilizarlos de la forma más eficiente posible. Eso significa, buscar el mejor punto de equilibrio entre su rendimiento y su coste. Los coches, en un sentido amplio del término, son un medio de producción. Y más en España, donde la primera fuente de riqueza es el turismo. Reducir la velocidad media de circulación en las carreteras españolas tiene un coste en el PIB. Difícil de medir, seguro, pero tiene un coste. Los atascos son una ruina. Y no es difícil calcular cuanto dinero sería rentable invertir para reducirlos. También es una ruina limitar la velocidad a 120 km/h en algunos tramos de autopista de tres carriles en los que no hay accidentes. Hay que tensar la cuerda. Que las mercancías lleguen antes al punto de destino (con el mismo coste) es riqueza, aumenta la competitividad y reduce la inflación. Eso no lo discute nadie. Lo mismo pasa con las personas. Que perdamos menos horas en el tránsito es riqueza. Y no sólo eso. También es vida. Ya nadie cruza el atlántico en barco, salvo por placer u obligación laboral.

Los coches actuales tienen unas medidas de seguridad activa (las que permiten evitar accidentes) infinitamente mayores que las de los coches de hace treinta años, que es cuando se establecieron los actuales límites de velocidad. También consumen menos y contaminan menos. Ahora, en algunos tramos de autopista se circula a 160 km/h con mucha más seguridad de la que se circulaba hace 30 años a 100 km/h. En otros lugares, por el contrario, es imprescindible limitar la velocidad a 50 km/h.

Es imprescindible tensar la cuerda. Buscar la máxima eficiencia para los medios de producción. Estoy seguro de que se puede mejorar la velocidad media actual de las carreteras y reducir a la vez los accidentes de tráfico. Tenemos una cuerda laxa por los dos lados, ni se estira por el extremo de la velocidad ni se estira por el extremo de mejorar la seguridad vial en las carreteras.

Lo primero que hay que hacer es una ley creíble. En una reciente muestra, de casi 200.000 mediciones, la DGT afirmaba que alrededor de un 98% de los ciudadanos respetaba la legalidad sobre el alcohol. Los límites de velocidad no los respeta ni un 50%. Sólo hace falta circular por cualquier autovía para comprobarlo.

A los límites actuales de velocidad se les puede aplicar lo que decía Rousseau : “Esa norma jurídica que contraviene la esencia misma del ser racional, que sólo se aplica gracias al poder y la coacción, no puede considerarse verdadero Derecho”. Algunos límites actuales de velocidad resultan ridículos. Muy poca gente los cumple, salvo por el miedo a las multas. Mucha gente, en su sano juicio, no se explica por qué motivo tiene que ir a 120 km/h en una recta, con tres carrilles por banda, cuando no hay nada de tráfico. Esa ley le hace llegar más tarde, pero no le da nada a cambio.

Cuando se acostumbra a los ciudadanos a que las leyes son ridículas, deja de hacerles caso, por un impulso racional. Y a veces no lo son. A veces los límites están bien puestos, parecen razonables, pero cuesta esfuerzo creerlo. Si tuviéramos unos límites razonables en la mayoría de lugares, si se viera ese esfuerzo de la administración por tomar en consideración a los ciudadanos, los ciudadanos nos fijaríamos más en las recomendaciones de la administración.

Para un conductor español es chocante viajar por Alemania. En algunos tramos de algunas autopistas la velocidad no está limitada. Se puede circular a la velocidad que cada uno considere razonable. En otros lugares, incluso en la misma autopista, si hay una señal que limita la velocidad a 20 km/h, todo el mundo la respeta escrupulosamente. En España da miedo ver la velocidad permitida en algunos tramos señalizados por obras. Se permite circular demasiado rápido en algunos lugares en los que los operarios están a menos de dos metros del carril por el que circulan los coches.

Educación Vial. Quizá no se haga más esfuerzo en ella porque un ciudadano bien educado siente desprecio por los límites actuales en algunas zonas. Todavía recuerdo cuando el jefe de seguridad de un ministro me dijo hace muchos años. «A veces, por motivos de seguridad, vamos a más de 200 km/h». El chofer continuó: Algunos acompañantes del ministro se asustan pero él los tranquiliza: «No te preocupes, sabe lo que se hace» les decía. Los ministros van en coches blindados, que pesan casi 3 toneladas. Son coches poco ágiles, pero el chofer del ministro «sabe lo que se hace». Con educación los ciudadanos sabemos lo que hacemos y sentimos sonrojo por las leyes que nos imponen en algunos lugares.

Algunos ciudadanos percibimos que se nos multa con el objetivo de recaudar, no con el objetivo de reducir la siniestralidad. La Guardia Civil detiene a los infractores a la salida de los pueblos para notificarles un exceso de velocidad en el interior del pueblo. Dejan que se recorra todo el pueblo a velocidad peligrosa y lo notifican después. O no les parece peligrosa la velocidad o les da igual o no se explica. En algunos pueblos hay instalado un eficiente sistema de semáforos que se ponen en rojo si se supera la velocidad máxima. ¿Qué coste tiene esa inversión? ¿Por qué sí es rentable en unos pueblos y en otros no? ¿Por qué la Guardia Civil está siempre colocada en los pueblos en los que no hay ese sistema de semáforos, pero nunca avisa con antelación, para proteger, si es necesario, a los ciudadanos del pueblo?

Los coches actuales tienen unos sistemas de seguridad excelentes. Desconocidos hace diez años y que permiten incrementar tanto la seguridad para evitar accidentes como las consecuencias de un accidente. Esos elementos de seguridad están gravados con el IVA y el impuesto de matriculación correspondiente (en torno al 25% en total). Eliminar la fiscalidad de esos elementos supondría un descenso pequeño de recaudación y también un ahorro enorme para el Estado.

Las campañas truculentas tienen efectos inmediatos en la disminución del número de accidentes asegura el responsable de la DGT. También la campaña actual de recuerdo de años anteriores. Es posible. Pero me pregunto qué coste tienen en velocidad. Si paramos el tráfico seguro que no hay más accidentes de tráfico, pero no es una buena solución. Los cuchillos romos son una estupidez.

Los conductores tenemos mucha responsabilidad en los accidentes. Para afrontarla tenemos que ser tratados como adultos, con capacidad para tomar decisiones, como el chofer del Ministro. Tenemos que tomar conciencia de que conducimos mal. Me parece un primer paso importante. Lo malo es que no es fácil ponerle remedio. Conducir bien abarca desde cuidar bien el coche, a no beber ni una gota de alcohol. De mirar bien por el espejo retrovisor, a valorar cuál es la velocidad adecuada en cada punto. De manejar el volante con precisión y sin brusquedad, a ponerse el chaleco al bajar del coche en carretera y señalizar bien la detención. Conducir bien es conducir sin miedo. Nunca hay que pensar, al volante, que se puede tener un accidente. Hay que tener la seguridad de que no se va a tener. Tomar las medidas para que ese accidente no se produzca nunca. Antes de salir hay que saber que la probabilidad existe, que hay que colocarse bien el cinturón y el reposacabezas, que no se puede llevar a los niños sueltos ni cien metros, que las cosas deben estar bien guardadas en el maletero, bien ordenadas. Todo bien atado y colocado para que si se produce un accidente nada ni nadie golpee a nadie. Pero una vez al volante, hay que tener la seguridad de que el accidente no se va a producir nunca. Conducir con miedo es muy peligroso, para uno mismo y para los demás.

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