El Diablo VT ha sido reemplazado en 2000 por el modelo actual —llamado Diablo 6.0— que tiene básicamente el mismo motor, transmisión y bastidor, pero con muchas modificaciones. No he conducido el Diablo 6.0, pero el VT es tan espectacular a la vista como decepcionante al volante.
Tiene tres grandes argumentos para ser un fantástico deportivo: imagen, potencia y nombre. Y, al menos, otros tres para ser todo lo contrario: reacciones malas, cambio infumable y una absoluta falta de equilibrio.
El motor vibra de manera que habría sido criticable incluso hace 25 años. A pesar de su tamaño, el espacio para el conductor es mínimo. Para entrar en el reducido habitáculo hay que contonearse como si tuviéramos que penetrar en un zulo y, una vez en él, la visibilidad es nula hacia cualquier sitio que no sea adelante (tampoco en esta dirección es muy buena).
El cambio tiene la primera hacia atrás, de modo que las primeras vueltas al circuito ASC en Milán las doy con cuidado, sería un desastre poner —por ejemplo— primera en lugar de segunda en una reducción. El sonido del motor es ronco, feo, a medias entre el ruido de un Diesel y un gasolina. Le cuesta subir de vueltas y, cuando empuja, toda la carrocería parece estremecerse entre pequeños pero evidentes ruidos de desajuste. Mientras subo de marchas compruebo que el tacto del cambio no iguala en velocidad al de, por ejemplo, una Mercedes Vito; es impreciso, de recorridos largos y muy lento. Cuando empiezo a acostumbrarme a la disposición de las marchas hago que el ritmo crezca.
En ese circuito hay una zona muy rápida, de curvas enlazadas que pueden tomarse a fondo, son más o menos 600 metros. Saliendo de la curva lenta a unos 70 km/h es posible superar 200 km/h; potencia hay de sobra. Otra cosa es atreverse con un coche que no va fino, cuya dirección es harto imprecisa, desde el que no vemos prácticamente nada, con un cambio raro y duro, frenos de tacto dudoso y unas vibraciones de tractor.
Después de estos 600 metros rápidos, de nuevo frenar y poner segunda: una tremenda rascada de marcha me deja frío. Repaso mis movimientos y tengo claro que he pisado bien el embrague y que he llevado la palanca hasta el final. Procuro asegurar y ralentizar más los movimientos pero en la siguiente frenada violenta, otra vez la rascada. Paro y cambio de coche: lo mismo.
Los enormes neumáticos traseros (335/40 ZR19) y el tremendo peso del coche (dos toneladas), hacen una extraña pareja. Por un lado, es difícil y arriesgado llegar al límite: agarra mucho. Por otro, cuando llegamos a él no se produce una pérdida de adherencia brusca, sino que el gran peso hace que las reacciones sean lentas pero con pocas posibilidades de control real. En pocas palabras, parece que tiene un agarre lateral infinito, pero cuando lo pierde empieza a irse hacia donde le es más fácil (casi siempre a la tierra) lentamente, telegrafiándonos sus intenciones y dejándonos claro lo difícil que va a ser que cambie de opinión.
De pie, cerca de uno de los Diablo, pienso en lo que un conocido mío, que poseía una de las versiones anteriores al VT, me comentó sobre la parte trasera. Al parecer, los escapes derretían los pilotos y parte de la carrocería. No me atreví a preguntar al responsable de la marca si ese pequeño fallo se ha subsanado en la versión VT con tracción total y 525 CV. Tampoco me atreví a preguntarle cuál es la respuesta del vendedor a un cliente que, tras pagar 30 millones de pesetas, siente todo esto que este probador sintió aquella mañana en Milán.