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Spielberg, no te mueras nunca

Por dónde empiezo?

Bueno, lo haré por el principio: Steven Spielberg.

No voy a descubrir ahora mi pasión por el señor Spielberg. Empezó cuando vi un día en la tele El diablo sobre ruedas.

Y ya no me bajé. La lista de obras maestras de este estadounidense al que un día un profesor de cine le dijo, ‘déjalo, no sirves para esto’, es inacabable. Capaz de tocar todos los putos géneros sin meter nunca la pata (le perdonaremos esa cosa llamada Tintín; todos podemos equivocarnos alguna vez) e inventor del blockbuster, Steven Spielberg es el John Ford de nuestra época.

Cierto, no tiene la contundencia socio-política de Ford y le falta un western en su carrera (ha dicho que igual este año cae el primero), pero su habilidad emocional, los tipos que pueblan sus películas y su capacidad para captar el pulso de su propio país en términos cinematográficos, le convierten en uno de los directores imprescindibles para entender el cine en las últimas cinco décadas, que se dice pronto.

Mencionaré algunos títulos, aunque sea solo por refrescar la memoria: Munich, El puente de los espías, Ready player one, En busca del arca perdida, Parque jurásico, Minority report, Salvar al soldado Ryan, Tiburón, ET, Encuentros en la tercera fase o La lista de Schindler.

Hay muchas más, pero he citado una amalgama de títulos muy distintos los unos de los otros, que hablan con claridad diáfana de la capacidad camaleónica de Spielberg para cambiar de registro sin tener que esforzarse demasiado, en ocasiones a dos o tres pelis por año.

Ahora llega con el que, probablemente, ha sido uno de los fracasos más sonados de su larguísima carrera: Los Fabelman.

No voy a caer en el clásico (aunque podría) ‘esta es su película más personal’, pero es cierto que pocas películas de Spielberg han hablado tanto de Spielberg. Los Fabelman cuentan la historia de un chaval que se enamora del cine después que su madre se lo lleve a ver El espectáculo más grande del mundo, de Cecil B de Mille.

El chaval se obsesiona con las películas, contando la complicidad de su madre y luchando contra todos los demás. Básicamente, la historia del propio director, del padre ausente, de la mamá omnipresente.

En manos de otro director, la cosa hubiera sido el clásico relato iniciático en el que un joven consigue hacer realidad el sueño americano. La hemos visto mil veces, la mayoría con resultados poco destacables y algunas veces con resultados maravillosos. Es uno de esos preceptos que el cine estadounidense nunca ha querido sacudirse, sabedor de que sigue gustando al pueblo.

En manos del señor Spielberg, Los Fabelman es una de esas películas que te dejan con la cabeza en otra parte. Rodada con todas las virguerías posibles sin que nadie note nada y sin ánimo de presumir, simplemente porque puede, y con el corazón de alguien que ha vivido rodeado de arte toda su vida. Nos saltaremos lo de, ‘carta de amor al cine’, porque está ya muy visto, y hablaremos de una película que fascinara a todos aquellos a los que una película haya salvado la vida.  No importa qué película o en qué momento, basta con que el cine fuera alguna vez el refugio en el que meter la cabeza.

Ya dijo David Fincher que el cine adulto había muerto y el fracaso de Los Fabelman es una prueba más de ello: al público en general le interesan poco las películas que no contienen una explosión cada treinta segundos o persiguen tramas más trabajadas, sin villanos de tocomocho ni héroes low-cost.  Las historias con sustancia que piden al espectador que preste un poquito de atención o -Dios me libre- que apaguen el puto móvil un par de horitas. Ese cine quedó condenado ya hace muchos años, pero ahora al menos podemos comernos unos buenos nachos en el cine.

Ni tan mal, eh?

Abrazos/as.

T.G.R.

P.D.: vayan a verla, coño.

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