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Ni puta gracia, oiga

ocho

Antes de nada, debo informarles que he adquirido unas pastillas llenas de plantas y un té relajante para solucionar el tema de mi insomnio. Dentro de nada estaré yendo a restaurantes veganos y hasta puede que me compré una bicicleta.

(Gracias por la oferta para irme a Galicia a trabajar de sol a sol, queridos posteros, pero igual ahora no es el mejor momento para irme a ese maravilloso sitio, al que llevo en el alma. Quizás más adelante)

Ayer vi Ocho apellidos catalanes.

Debería dejarlo ahí y seguir hablando de mis memeces (por cierto, el otro día soñé que estaba en casa de mi padre y de repente se hacía un agujero en la pared y por él aparecía una cabra con poderes mágicos. Llamábamos a una médium para que la examinara pero se le resbalaba la cabra y se le caía por el balcón… Freud acabaría en un psiquiátrico si tuviera que interpretar mis sueños) pero hace días que no hablo de cine y tengo miedo de que todos ustedes me abandonen y este año ya me ha abandonado suficiente gente.

Lo dicho, fui a ver Ocho apellidos catalanes.

Confieso ser de esos rara avis que no entendí el éxito de la primera entrega. Me pareció humor barato, con un par de gags funcionales, un actor malo y un guión terrible. Naturalmente, y habiendo sacado 60 millones de euros de la taquilla, sé que estoy en franca minoría y doy por sentado que el pueblo y yo no compartimos sentido del humor.

Así que ya llevaba yo una joroba de escepticismo (qué bien escribo, joder) cuando me acerque al cine a contemplar que otras maravillas me esperaban en esta segunda entrega. Después de haberla visto puedo afirmar que la primera es una auténtica obra maestra, a la altura de Bergman, Ford, Wilder y hasta Hitchcock.
Ocho apellidos catalanes parte de un problema básico: los catalanes no tenemos gracia. Soy catalán, sé perfectamente que no destacamos por ser graciosos, o divertidos, así que para escribir sobre nosotros hay que escarbar un poquito. Por supuesto, uno siempre puede ir al tópico pero para eso se necesita una gran dosis de sutilidad. Ocho apellidos catalanes es tan sutil como darle en la cabeza a un tipo con una piedra de dieciocho kilos.

Empecemos por el principio: Dani Rovira no es gracioso. No especulo, lo afirmo. Es un mal actor y un cómico del montón. En la primera entrega se aprovechaban de su condición de actor novel y le sacaban algo de jugo. En esta, el tipo ya se cree que es John Belushi y nada puede hacerle más daño a un actor que creer que es la bomba.
Así que si le dejas llevar el peso de la narración a un señor al que no le cabe la camiseta de lo hinchado que tiene el pecho, pasa lo que pasa: que la película no se sostiene por ningún lado.

Luego está el pobre Berto Romero, un tipo que si tiene gracia, y mucha. Pero le pones de comparsa y le das unos diálogos de juzgado de guardia y cuando llevas media hora de película te dan ganas de sacarte los ojos con una cucharilla de café. De hecho, agradecí no llevar ninguna cucharilla de café encima.
Pero la peor parte se la lleva Rosa Maria Sardá a la que ponen de abuela semi-autista catalana en un papel incomprensible, escrito con aquella parte del cuerpo que se encuentra entre el final de la espalda y el principio de las caderas (con el culo, para aquellos no familiarizados con la anatomía humana) y que alcanza momentos de puro delirium tremens. No sé cuánto alcohol habían ingerido los guionistas, pero me temo lo peor.

Conclusión: la película es mala, mala de verdad. No mala como la primera, que de tan rústica hasta resultaba entrañable. No, no mala de esa manera. Mala de verdad: mala.

No es graciosa, es aburrida, barata, torpe y burda. Nada me hubiera gustado más que alguien hubiera escrito algo gracioso sobre nosotros/as (los catalanes/as), porque no será por material.

Recuerdo que un amigo me contó un chiste sobre los catalanes:

-¿Qué hace un catalán al que se le está quemando la casa?

-Una perdida a los bomberos.

Ese chiste es mil veces mejor que la maldita película entera.

Abrazos/as,
T.G.

P.D.: ya les contaré mis avances en el insomnio con el té del Dr. Jacksons. Es un tipo inglés con bigote que parece bastante fiable.

P.D.2: ayer mi madre hubiera hecho 65 años. Lo pensé mientras escribía esto. El tiempo pasa, amigos y amigas, y no siempre para bien.

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